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En su nombre la batalla continúa

En su nombre la batalla continúa

Hablar de un amigo que ha muerto es difícil, porque existe siempre el riesgo sutil, y paralizante, que otros crean que todo cuando se dice, se escribe, sea dictado exclusivamente por la ocasión luctuosa. Hablar, escribir, de un joven camarada desaparecido, es todavía más difícil porque en este caso, en un momento en que sentimos la necesidad de todas nuestras fuerzas en la difícil batalla, puede suceder realmente que ha anteponerse por encima de todo sea la emoción, y nada más. Pero hablar de Adriano Romualdi, para mí, para todos los miembros de esta Revista, es todavía indeciblemente más duro porque no sólo Adriano fuera un fiel amigo, fuera joven y fuera un camarada, sino porque su desaparición es una perdida irreparable en términos de rigor ideológico, de compromiso doctrinario, de amplias potencialidades culturales que ya en sus primeras manifestaciones – en estos años–  sin ninguna duda, resaltaban como extremadamente válidas y aún todavía más prometedoras.

 

Adriano había crecido en «nuestras» filas, en nuestro ambiente juvenil, entre fervientes debates durante un periodo políticamente y psicológicamente difícil, en el que nunca hemos parado de difundir ideas e impartir textos, preparando, con bases sólidas, tiempos mejores. Pero, a diferencia de tantos otros, iba más allá de aquello que se emplea para definir correctamente compromiso político –también, cuando era necesario, adoptaba la posición de activista, en las escuelas y en las plazas– Adriano había destacado rápidamente por su soberbia capacidad cultural y, aun más, por la cualidad –verdaderamente rara– de saber estudiar, de profundizar buscando los nexos entre hechos y principios, de mantenerse coherente y lúcidamente conexo a las fuentes de nuestra doctrina y de saber entenderla, al mismo tiempo, como un corpus ideológico orgánico y armoniosamente articulado, como una concepción de la vida y del mundo, algo que se convierte en estilo de vida, coherencia de pensamiento y acción, indispensable faro orientador para cualquier juicio, de hombres, de tesis y de valores. Perfecto conocedor de la lengua alemana, es más auténtico «enamorado» del mundo de la cultura «nórdica», Adriano se había especializado rápidamente en esta para nada fácil dirección y, a pesar de escapar de las insidias del sectarismo académico, empezaba a emerger con connotaciones propias.

 

Otros, en otras páginas, han hablado de su valor específico de estudioso, que nosotros desde hacía años habíamos intuido y casi presagiado, publicando sus primeros escritos y, en su momento oportuno, recientemente, su obra sobre el pensamiento nietzschiano. En cualquier caso, si no hubiese tenido una auténtica talla de estudioso, de preparado historiador, de periodista que sabía también como ser extremadamente desenvuelto y polémico, uno que piensa como pensaba Adriano –y no mantenía en secreto sus ideas– no habría llegado, con sólo treintaitrés años, en esta Italia llena de mafias culturales encarnizadas sobre todo en la enseñanza, no habría llegado, como decía, a llegar a ser docente de Historia contemporánea en la universidad de Palermo y docente en la de Roma. Ni ha tener una tan nutrida «relación» de escritos, ensayos, opúsculos, libros a los que hay que adjuntar los textos de decenas y decenas de conferencias realizadas (recordamos personalmente algunas, bellísimas y ricas de «contenidos» ideológicos y doctrinarios, tenidas en la sede de nuestro Centro del Libro, sobretodo durante los cursos de cultura política, a cuya formulación Adriano aportaba indicaciones y sugerencias insustituibles).

 

A los trabajos de «especialización», con los que congeniaba especialmente – y que encontraron su forma de expresión inicialmente con la tesina de licenciatura (máxima puntuación, matrícula de honor y publicación del texto; relator, el profesor Renzo De Felice) sobre «los movimientos de Destra en Alemania durante el periodo 1919-1933»; luego con la vasta, documentada, e incluso docta introducción a la obra de H.F.K. Gunther sobre «la religiosidad indoeuropea», traducida por él al italiano y que en breve tiempo se habría reflejado en la «Historia de las doctrinas del nacionalismo alemán», a la que se estaba dedicando en estos últimos meses, Adriano sostenía  -y no en posición subalterna si no intensamente vivida en términos de coherente contenido doctrinario – una serie de actuaciones más específicamente de tipo político. Y es debido a éstas que gran parte de nuestros jóvenes es deudor del cada vez más difundido conocimiento de algunos autores y pensadores que entran a formar parte del indispensable «armamento» de una lucha política que quiera ser auténtica y creativamente nuestra: desde Drieu La Rochelle a Brasillach y Spengler y sobre todo a Julius Evola. De este auténtico Maestro en el sentido clásico y tradicional de la palabra, de este «arquetipo» de todo el movimiento de contestación espiritual de la Destra revolucionaria, Adriano nos ha dejado – en la acertadísima, incluso tipográfica y editorialmente, «Colección Europa», por el fundada y dirigida – el hasta ahora, único perfil completo  editado en Italia y también fuera de Italia.

 

¿Que más podemos recordar? Los artículos y ensayos en  «l’Italiano», naturalmente; y no solamente aquellos culturalmente de mayor calidad si no también los escritos relativos a las batallas «desesperadas» de la última fase de la guerra en el frente oriental, del gigantesco conflicto de Kursk en el Óder a las llameantes ruinas de Berlín. Esta última fase del gigantesco conflicto era una «época» que había siempre fascinado Adriano. El, desde muy joven, desde cuando frecuentaba nuestras primeras conversaciones y «evocaciones», en ellas veía,  de ellas recogía plenamente algunas particularidades distintivas completamente «emblemáticas»: el expansivo resurgimiento de Asia, que traslucía en la inmensa marea de la Armada Roja que nada ni nadie eran ya capaces de detener, y –por la otra parte haciendo frente, igualmente claro, igualmente simbólico– el reencuentro «europeo», más allá de los limitados esquemas nacionalistas y casi chauvinistas que habían caracterizado toda la primera parte de la «política de guerra del Eje» y que se habían manifestado al final con «los leones muertos», según el título de una estupenda novela basada en una historia «verdadera» de Saint-Paulien, de los últimos defensores de la Cancillería, que no habían sido alemanes si no franceses, daneses, noruegos, belgas. En muchas ocasiones le habíamos insistido sobre la necesidad que «dedicase» - con su rigor de estudioso con temperamento que era una de sus más solidas características –precisamente, un profundo análisis de cuanto existía de históricamente interesante en aquel periodo, para regalarnos un trabajo de recopilación  hasta entonces inexistente– y que quizás, ahora, nunca tendremos para siempre – en nuestra cultura.

 

Y también los artículos, los ensayos, los escritos en nuestras Revistas, en «Ordine Nuovo» inicialmente y ahora en «Civiltà». Nuestros lectores ya los conocen, han tenido ocasión como nosotros, de valorar y apreciar su trabajo, pero es justo que sepan que su «colaboración» no era una colaboración cualquiera; era mucho más que eso; era un recorrer juntos sobre una infinidad de líneas de alto nivel cultural y doctrinario, era un continuo y constante intercambio mutuo de consejos sobre argumentos varios, historiográficos e ideológicos, que no siempre encontraron una manera de poder expresar en nuestras «modestas» publicaciones que salen cuando pueden y van adelante caminando sobre el hilo de la promesa dada a algún tipógrafo amigo, cuando estos se encuentran.

 

¿Que más se puede decir?

Añadir  ahora otras cosas que podríamos, aquí, recordar, pocos entenderían la esencia, el sentido, el significado interior. De las calurosas discusiones y apasionados debates, de los excursus intelectuales de todos estos años, de la polémicas sobre la «cultura de destra», sobre temas entorno al clasicismo y al romanticismo, sobre el corporativismo y toda su imponente problemática; se hablaba de todo, se abarcaban todos los temas, de la actualidad sociológica a los símbolos antiguos, de las costumbres modernas al «Kaly-yuga», a los tiempos oscuros vaticinados por los Textos tradicionales; del Oriente Medio a los orígenes indo-europeos. De todo y sobre todo, pero nunca de forma genérica; Adriano, cuando polemizaba, no era un interlocutor «fácil»; detrás de su aspecto juvenil despuntaban inmediatamente las garras y las punzadas del versadísimo docente universitario, y con el se debía pensar detalladamente hasta la última coma, cada fecha y aventurarse, si era necesario, a una lucha dialéctica de alto nivel. Pero, por suerte, casi siempre estábamos de acuerdo.

 

Hablando entre nosotros cuando nos llego la noticia de la muerte –nos dejó fulminados, además estábamos lejos, era ya irreparablemente tarde para poder darle el último saludo– alguien hizo la observación que era verdaderamente una broma del destino que precisamente alguien como Adriano hubiese muerto atrapado entre el ruido chirriantemente modernista de la chapa de un coche, mientras a pocos metros de distancia, insensible, se escuchaban los frenéticos clácsones de la caravana de agosto. Nos hace recordar aquellos versos, bellos y sarcásticos, de una canción de Leo Valeriano acerca del «morir en la autopista». La vida tiene estas contradicciones, concebimos nuestras vidas, siendo un poco como los exiliados, como los prófugos, los proscritos de «este» mundo y de este sistema, y todavía debemos vivir en el, teniendo que ser hombres de nuestro tiempo, para poder cambiarlo, renovarlo.

 

Pero es necesario siempre ir más allá de la primeras apariencias. Entre la ropa de Adriano, han encontrado un billete de ingreso para Ostia Antigua. ¿Quién va en las excavaciones – abandonadas, poco atendidas, descuidadas – de Ostia Antigua, en pleno agosto? Adriano iba, entre aquellas viejas piedras rezuman símbolos y enseñanzas, aunque si era en pleno agosto; de la misma manera que iba, en Alemania, por castillos y iglesias antiguas, medievales, góticas, en búsqueda de las fuentes comunes de esa «europeidad» a la que siempre hacia mención,  y que siempre nos recordaba.

 

Es una dura pérdida, sí; una irreparable pérdida. El padre y la madre de Adriano, todos sus parientes tan atrozmente afectados, deben saber que su dolor ha sido nuestro dolor. Pero sabemos, también que el nuestro, no es el banal recuerdo al que el trascurso del tiempo elimina inevitablemente las asperezas y las formas; nosotros consideramos Adriano como un camarada caído sobre nuestra trinchera ideológica. También en su nombre, a través de todos nosotros, la batalla continua.

 

 

Pino Rauti                         

Publicado en la revista “La civiltà nº 2” septiembre-octubre 1973

 

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